Como pueden imaginarse los escritores que me leen para bien y para mal, en Estocolmo, como en otros tantos lugares de este mundo, yo no soy candidato a nada. Por tanto, me tomo la libertad de sugerirles a esos mismos escritores, candidatos a todo, que eviten aparecer con frecuencia por Estocolmo. La curiosidad, también en este caso, mata al gato. Un poetilla que anda por ahí, arrastrando su sombra de juguete roto, cuenta a quienes le quieren todavía escuchar que una vez Camilo José Cela se plantó en su casa de Estocolmo y le dijo: “Justo, vengo a que me gestiones el Nobel”. Escritores candidatos a todo se llegaron a creer que el poetilla, tan premiado, no sólo era él mismo candidato al Nobel de Literatura, sino que disponía de influencia más que suficiente para otorgarlo a los demás. Había ido a buscar el Nobel de Aleixandre, cuando en realidad tenía que haber ido Carlos Bousoño, por razones que aquí sobra explicar, y eso le dio un cartel de hombre de fuerza que los catetos de este país y de América Latina se creyeron a pie juntillas. El conejo me riscó la perra. O Dios los une y ellos se crían.
Repito que mi consejo es que eviten esta geografía de Estocolmo si aspiran “al máximo”. Digo “al máximo” porque una vez desayunando con un amigo escritor, ni bueno ni malo, más que regular, un poco mediopensionista, le pregunté entre risas si él aspiraba al Nobel. Muy serio, el tipo se paró en dos patas y me dijo que sí. “Aspiro al máximo”, me confesó ante mi estupor. La ambición humana, como los imbéciles, es ilimitada. No digamos los mediocres que se miran en el espejo de los grandes escritores y de repente se encuentran un parecido cuanto menos excesivo. Aquí, como en todos los países del mundo, todos los años nos inventamos “candidatos interiores” (así los llamó Javier Marías en una ocasión); candidatos que nunca alcanzan la miel pero siempre están en unas listas que nos inventamos en el interior del populacho intelectual que somos para creernos estrellas brillando en el universo. Y, por supuesto, hay candidatos, aún lejanos en el tiempo, según me dice mi garganta profunda sueca (que las hay, y espléndidamente informadas). Entre ellos, Gimferrer, a quien se lee poco en este norte, y Marías, de los más traducidos y editados en sueco. Y en francés. Porque las lenguas de los académicos suecos siguen siendo el propio sueco y, claro, el francés, que siempre propone cuatro o cinco candidatos y, cada lustro, clava al menos un premio de esos. ¿Y nuestros poetas de la lengua? Rafael Cadenas, Eduardo Lizalde, Carlos Germán Belli, Fina García Marruz o Rubén Bonifaz, están listos para recibir el Cervantes, pero Estocolmo les queda demasiado lejos. “¡Que se enteren en Estocolmo, que se enteren en Estocolmo!”, clamaba en el desierto madrileño un viejo escritor y sin embargo sabio y juvenil. No se enteraron y se fue a la tumba con más de un siglo a cuestas sin recibir la más mínima de las respuestas a sus gritos.
Carlos Fuentes, que anduvo tanto por Estocolmo que al final perdió el Nobel, dijo una vez que el próximo Nobel en español sería César Aira. Tal vez fue una respuesta a la broma del argentino de clonar al escritor mexicano en un congreso venezolano que tenía lugar en Mérida, Venezuela. Otro de los escritores que figura en el Parnaso de la paciencia para el Nobel es Ricardo Piglia. “Ha de resistir”, me dice mi garganta profunda mientras se empuja un akuavit de un solo golpe a la garganta. Resistir: he ahí una bonita palabra, un verbo excelente para combatir la desesperanza. A Caballero Bonald, hace dos años, cuando le dieron el Cervantes a Ana María Matute, le sugerí que resistiera dos años más y todo se arreglaría. Mi amigo el jerezano me dio dos gritos de aviso y, de todos modos, resistió hasta que el Cervantes, que se le resistía en medio de avatares, fantasmas y reticencias, se le rindió aunque con dificultades. ¿Quién no las tiene? Repárese que no hablo de supervivientes, sino de resistentes. Alexander Watt dice en “Mi siglo” que en todo superviviente hay un canalla. Y yo lo creo. También soy un resistentes, no lo olviden los escritores que me leen, que me reinvento cada vez que puedo. Lo hago contento, como estoy ahora, en esta fría primavera de Estocolmo, mientras me espera, a la vuelta de las horas, una mesa sueca se excelentes y exquisitas viandas, las misma que me traen memorias de la lista inmensa de candidatos, interiores o exteriores, que nunca ganaron el Nobel al que aspiraban.
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Cursó sus estudios primarios y secundarios con los jesuitas, en su ciudad natal y se licenció en Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid en 1968. Entre 1974 y 1978 viaja y cambia repetidamente de residencia y desde 1978 se asienta en Madrid. Ejerce múltiples y variadas actividades, literarias y periodísticas, como colaborador en medios de prensa y televisión españoles. Entre 1974 y 1978 publica sus primeras novelas "El camaleón sobre la alfombra" - Premio Benito Pérez Galdos 1975, "Estado de coma" y "Calima" donde se descubre su primer universo literario. Luego con "Las naves quemadas" y "El árbol del bien y del mal" creó el imaginario de Salbago. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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