Las horas que más me gustan del día son las del final de la tarde, cuando el sol comienza a declinar y se adivina el principio de la noche. Son las horas amarillas. Durante esas horas me siento tan a gusto que me gusta estar solo, conmigo mismo: leo, fumo mis “señoritas”, pienso, escribo algunos párrafos más o menos inspirado, oigo música, “La mirada de Ulises”, una y otra vez, regreso al sillón color mostaza que me sirve de diván pisiquiátrico, recuerdo, pienso en lo que hice en el día y lo que dejé de hacer. Hago, pues, un análisis diario de mi vida y un ejercicio necesario de memoria.
No sabemos cómo funciona exactamente nuestro cerebro. Por tanto, tampoco sabemos cuándo y qué ordenes estamos dándole para que las cumpla, cuáles cumple y cuáles no. El juego de ajedrez al que los humanos estamos sometidos todos los días pasea inadvertido para la inmensa mayoría, pero algunos privilegiados estamos muy atentos a los movimientos de las piezas del tablero y a nuestras propias pulsiones psíquicas. Durante las horas amarillas descubro indicios de milagros no desarrollados por mi falta de atención, tal vez unas horas antes, quizá por mis despistes, por mis ganas de jugarlo todo en el campo del hedonismo. Por mis risas y mi alegría de vivir. Quizá habría que moderar esa euforia que nos ataca en el instante menos pensado y nos tiene en carcajadas durante todo el día.
Ahora, hoy, estoy a punto de iniciar un nuevo viaje. Un viaje más a Manhattan, a New York. Voy de nuevo al Instituto Cervantes, a dar algunas charlas. Estoy eufórico por el viaje: New York es una ciudad llena de milagros diarios, dentro y fuera de las horas amarillas. En cualquier esquina de cualquier calle o avenida, surge el milagro. Para verlo y discernirlo hay que estar en tensión, observarlo todo con una curiosidad intelectual que es el verdadero elemento madre de nuestra respiración y de nuestro cerebro. Celebro esta viaje con un día de antelación: esta tarde, durante las horas amarillas, pensaré en el descubrimiento del pasado, en mis viajes a Nueva York antes de hoy, y en el recuerdo del futuro, el viaje que comienza mañana y del que, con tiempo, iré dando parte en estos comentarios caso cotidianos.
Este de hoy es un texto íntimo que comparto con mis lectores, amigos o enemigos, e incluso con los indiferentes. Observen el paso del tiempo durante las horas amarillas: tal vez ahí, escondido en alguno de sus minutos más ocultos, está el milagro que los está esperando a todos ustedes.
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Cursó sus estudios primarios y secundarios con los jesuitas, en su ciudad natal y se licenció en Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid en 1968. Entre 1974 y 1978 viaja y cambia repetidamente de residencia y desde 1978 se asienta en Madrid. Ejerce múltiples y variadas actividades, literarias y periodísticas, como colaborador en medios de prensa y televisión españoles. Entre 1974 y 1978 publica sus primeras novelas "El camaleón sobre la alfombra" - Premio Benito Pérez Galdos 1975, "Estado de coma" y "Calima" donde se descubre su primer universo literario. Luego con "Las naves quemadas" y "El árbol del bien y del mal" creó el imaginario de Salbago. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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Durante las horas amarillas descubro indicios de milagros no desarrollados por mi falta de atención, tal vez unas horas antes, quizá por mis despistes, por mis ganas de jugarlo todo en el campo del hedonismo.
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