París fue y es siempre, para Hemingway y para mí, una fiesta. Cada vez que puedo, me escapo a ver la luz, el Sena, la gente de París. Tomar un taxi a cualquier hoy: un gran problema de París. Siempre voy a un hotel cercano a la Plaza Víctor Hugo, lugares -la plaza, el hotel, todos esos alrededores que llevan al Arco de Triunfo- en los que sabido hacer amigos, taxistas incluidos. Mi cuartel general en París está en el Café Marceau, en la avenida radial del mismo nombre. Allí recibo cada vez que voy a París, en la terraza del Marceau; allí veo las noticias, hablo con los camareros, bebo champán y como pollo al limón. Y hablo, y elogio todo cuanto veo y cuanto siento. París, mi amante imposible, herida en su propia alma hace unos días: unos tipos vestidos de negro que gritan que Alá es el más grande mientras matan, antes y después de matar, también. Y vienen algunos y me dicen que no es una guerra de religiones: no, es una guerra de religión, de unos fanáticos religiosos y terroristas que quieren matar infieles, cruzados e idólatras. Tres términos que, me dicen algunos, no tienen nada que ver coyn la religión. Los tipos de negro, que matan y se suicidan, y se van al cielo a gozar de las huríes prometidas son musulmanes. Sucede que los musulmanes no separan religión y político. Para ellos, y para el Corán, todo es lo mismo: la religión es política, y vida pública cotidiana, y la política es religión, dentro y fuera de casa. De modo que, aunque tengan la nacionalidad francesa, aunque parezca que son parisinos, no lo son: son gente que no se ha integrado, gente que vive en guetos musulmanes, gente que asocia sus manías criminales y religiosas al multiculturalismo, que el es triunfo del nacionalismo más feroz y desequilibrado. La gente, casi analfabeta, habla de multiculturalismo creyendo que habla de mestizaje. Se equivoca la gente, sobre todo la gente que no sabe, y que por no saber tampoco quiere saber: el multiculturalismo crea el gueto, el gueto crea el lumpen, el lumpen no se integra ni quiere asimilación alguna. Esos son los tipos vestidos de negro, que van a Siria y regresan de la muerte convencidos de que hay que matar.
Tengo para mí, definitivamente, que todo esto es una guerra. Una guerra religiosa, desde luego impuesta por una minoría (pero, bueno, ¿cuándo no han sido minorías, religiosas o étnicas, económicas o culturales, las que han iniciado las guerras?). Aquí la ingenuidad, la tibieza y el obsceno analfabetismo que corren por el mundo y sus redes sociales ganan siempre la partida. Creen que con cantar a la paz, imaginar un mundo feliz y todos contentos, y vivir bebiendo champán todos los fines de semana ya está todo hecho. Luego vienen unos tipos de negros con AK47 y nos sentimos asustados, asombrados, indignados. Aleluya, Aleluya. Históricamente, las izquierdas, y sobre todo las izquierdas parisinas, han impregnado el discurso dominante de esta tibieza que ahora nos inunda y casi nos deja ciegos. Pero París esta el guerra, y la guerra se extenderá, y le prenderá fuego a Europa, si Europa y el mundo lo permiten.
El otro día en televisión escuché las prédicas de un imán pacífico que pedía en Barcelona una universidad musulmana “para enseñar bien el culto musulmán a los imanes”. Argumentaba que había en España dos millones de musulmanes y eso constituía ya una seña de identidad del país, desde la Historia y sincrónicamente. ¿Acaso dejan los musulmanes en Arabia Saudi o en Qatar, dos ejemplos sospechosos, que los cristianos construyen iglesias en sus territorios, puro petróleo, la riqueza para unos pocos, interpretación islámica desde el poder, abusos y abusos contra la mujer… ¡Y no decimos nada de estos musulmanes! Nada. Los que más tibios son me lo dicen todos el tiempo: hay que respetar sus costumbres. Aquí gritan por lo más mínimo, pero en cuanto se habla de musulmanes son sus costumbres, su religión, su vaina. No, son teocráticos que quieren construir un mundo teocrático y, por tanto dictatorial, gentes, ricos musulmanes y países que quieren que Europa sea, dentro de treinta años, musulmana y teocrática.
Hay guerra en París. Unos tipos de negro entran en una sala de música y matan. Matan y quieren matar un estilo de vida. Quieren que nos rindamos a su Alá es el más grande. Quieren que les tengamos pánico, que no salgamos a la calle, que no bailemos, que no bebamos. Quieren el terror implantándose en nuestro mundo. Y aquí, en nuestro mundo, gente que todo se lo debe a Occidente, lo que tiene, la libertad, y lo que no tiene y cree que debe tener, andan en la tibieza. Están, sin más, defendiendo la guerra de los asesinos de negro. Objetivamente. Conmigo no cuenten. Amaré la vida hasta el último instante de mi resistente respiración.
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Cursó sus estudios primarios y secundarios con los jesuitas, en su ciudad natal y se licenció en Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid en 1968. Entre 1974 y 1978 viaja y cambia repetidamente de residencia y desde 1978 se asienta en Madrid. Ejerce múltiples y variadas actividades, literarias y periodísticas, como colaborador en medios de prensa y televisión españoles. Entre 1974 y 1978 publica sus primeras novelas "El camaleón sobre la alfombra" - Premio Benito Pérez Galdos 1975, "Estado de coma" y "Calima" donde se descubre su primer universo literario. Luego con "Las naves quemadas" y "El árbol del bien y del mal" creó el imaginario de Salbago. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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