He visto dos veces por televisión el reportaje sobra la vida de un ex-boxeador, Sergio Maravilla Martínez, argentino de Quilmes, y uno de los mejores campeones de la historia del boxeo. Sin embargo, durante años, Maravilla fue devaluado por promotores y críticos, y tildado de púgil “sin público”. Y, por tanto, fuera de combate para las grandes masas incluso antes de subir al ring. El chico de Quilmes se vino a vivir a España y se puso a trabajar en no sé qué cosa mientras seguía entrenando con una voluntad de hierro para llegar a ser campeón del mundo, seguramente parecida a esa fuerza de titán que Henry James exigía al novelista vocacional.
Un día se cayó del cartel uno de los aspirantes al campeonato del mundo y, como no hubo púgil a mano (creo que de los superwelter), los promotores tiraron del chico de Quilmes que trabajaba en Azuqueca de Henares, cerca de Madrid. Lo avisaron con ocho días de antelación. Maravilla se preparó como el cazador Francis Macomber, el protagonista de “La corta vida feliz de Francis Macomber”, escrito por un amante pasional del boxeo, Ernest Hemingway, un relato que para Gabriel García Márquez, pasional amante de los cuentos de Hemingway, era el mejor del mundo. Maravilla se subió al ring como si fuera un sparring, pero terminó dándole a su oponente una gran paliza y proclamándose campeón del mundo ante el asombro del universo oscuro del boxeo. Entonces, Maravilla, ya en su trono mundial, comenzó a dar gritos y a exigir a los promotores de Julio César Chávez Jr. una pelea por el campeonato del mundo de los pesos medios, a la que el mexicano se negaba porque, decía, que Maravilla no valía la pena. Se llevó años en este penuria, sin dejar de entrenar, sin dejar de dar gritos exigiendo la pelea de su vida que nadie le daba. En medio de todos esos años, se hizo un gran showman de televisión en Argentina, aunque sin dejar de entrenar un solo día de su vida. Hasta que llegó el momento y su perseverancia tuvo premio: se hicieron los contratos para la pelea en Las Vegas. Las apuestas estaban a favor de Chávez: Maravilla contaba entonces con 37 años y Chávez tenía 26. Para el público entendido en boxeo no había color. He visto esa pelea dos veces por televisión. Inmensa pelea. Y sucedió el milagro de la vida: Maravilla ganó por puntos por unanimidad de los jueces.
García Márquez decía que el escritor era como Francis Macomber, el cazador de Hemingway que, en este caso, es Hemingway mismo: todos los días Macomber se levantaba temblando de miedo a cazar al rey de la selva en parajes que no había visto en su vida. El escritor era igual: todos los días, con una voluntad casi irracional, se levanta a “cazar el león” de una novela única que, en una gran cantidad de veces, no aparece nunca. Es posible que el escritor no tenga lectores, de la misma manera que Sergio Maravilla Martínez “no tenía público”, según los entendidos en el arte del boxeo, pero su voluntad férrea de “cazar el león” lo lleva todos los días a levantarse y a escribir en un papel en blanco que lo hace tiritar de miedo o en una pantalla vacía que, en ocasiones, le provoca un pánico imponente. Esa es la voluntad de la que hablaba Henry James cuando le preguntaron por las condiciones para llegar a ser un novelista: ante todo, una voluntad de hierro contra todo y contra todos. La misma voluntad que exhibió durante su vida profesional el chico de Quilmes, convencido de que él iba a ser campeón del mundo y que su nombre sería escrito en oro para siempre en la historia del boxeo profesional.
Me pongo siempre en el lugar de Macomber, el cazador que no encontraba su león, y ahora añado a mi perseverancia el recuerdo del chico de Quilmes que se fraguó en el silencio para llegar a cazar el león de sus campeonatos del mundo. De modo que, en efecto, la mayoría de los novelistas que hay en el mundo no tienen público lector o no han llegado a cazar su león. No importa: su voluntad de hierro está por encima de la soledad, la necesaria para escribir y la otra, la silenciosa, la que no dice nada pero puede matar como un estilete. El mundo entero está lleno de ejemplos de escritores nunca reconocidos por el público lector, por los editores y los críticos, pero su voluntad férrea de seguir escribiendo puede con los que ni lo conocen ni sabe que existe en el silencio de su propia escritura. No se equivoquen: no son novelistas frustrados. Los novelistas frustrados son los que no escriben, los que no se suben al ring cotidiano para entrenar, los que no entran en la selva a matar su león. No tendrán lectores, pero son reyes en su trono: la escritura literaria. Con una férrea voluntad para sobrevivir contra todo y contra todos.
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Cursó sus estudios primarios y secundarios con los jesuitas, en su ciudad natal y se licenció en Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid en 1968. Entre 1974 y 1978 viaja y cambia repetidamente de residencia y desde 1978 se asienta en Madrid. Ejerce múltiples y variadas actividades, literarias y periodísticas, como colaborador en medios de prensa y televisión españoles. Entre 1974 y 1978 publica sus primeras novelas "El camaleón sobre la alfombra" - Premio Benito Pérez Galdos 1975, "Estado de coma" y "Calima" donde se descubre su primer universo literario. Luego con "Las naves quemadas" y "El árbol del bien y del mal" creó el imaginario de Salbago. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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