Cuanto sé de guitarra y flamenco se lo debo a mi maestro y amigo J.M. Caballero Bonald, jerezano hondo y lealtad viva. Un día en Madrid, fui de su mano a lo que yo creía que era una juerga flamenca, con cante, guitarra, porro y alcoholes. Me equivoqué. Cierto, hubo mucho humo, mucho vino, manzanilla y aceituna. Y guitarras. Y amistad. Fuimos a la Venta de don Jaime, en la calle Alberto Aguilera. Para entrar en aquella capilla de la vieja amistad guitarrera y flamenca, si no recuerdo mal había que bajar un par de escalones. Allí conocí, y lo vi tocar la guitarra por primera vez, a Paco de Lucía, casi un niño, acompañado esta vez por su amigo Emilio de Diego. Allí estaba un palmero que entonces era un anónimo que pasaba por flamenco y que terminó siendo un chistero famoso en la televisión: Chiquito de la Calzada.
Tuve con Paco de Lucía muchos encuentros y cercanías a lo largo de su vida y la suya. Cierto: nos divertíamos mucho tomando unos vasos y hablando de las cosas de la vida. Un día, tras un concierto suyo en Las Palmas de Gran Canaria (el mismo día que discutí con unos amigos músicos que el de Lucía era ya el mejor guitarrista del mundo), nos fuimos de farra flamenca en el trópico de una Isleta feliz, con la gente en las calles paseando arriba y abajo de uno de los puertos más abiertos del Atlántico. Acabamos en la madrugada, en un bar de señoritas, comiendo tortilla de papas, mientras yo trataba de convencer a aquellas muchachas que aquel que les estaba tocando “Entre dos aguas” era nada más y nada menos que Paco de Lucía, su autor. Me reservo para mis memorias la manera estrambótica en la que acabó aquella farra interminable en La Isleta, con jamón, jarra, señoritas que no sabían bailar flamenco bailando flamenco y Paco de Lucía tocando la guitarra y riéndose sin parar de la cantidad de situaciones jocosas que se dieron esa misma noche.
Sólo sé que, años después, coincidimos en un vuelo de Tenerife a Madrid y cuando nos vimos, antes incluso de abrazarnos en la memoria de la amistad, empezamos a carcajearnos sin poder parar, ante el asombro del resto del pasaje de la clase preferente, incluido un ministro socialista (que creía que nos reíamos de él, el pobre) su séquito y escolta. “¿Estás acordándote de lo mismo que yo?”, me preguntó Paco mientras me daba un abrazo. Yo asentí sin poder parar de reír, y el gran artista volvió a carcajearse. Esto sucedió a lo largo de las dos horas largas de vuelo, entre conversación y comentarios, varias veces, con el consiguiente espectáculo.
Vi tocar a Paco de Lucía en diferentes partes de España y el mundo. Incluso lo vi tocar en una sala inmensa de Nueva York, con el mundo a sus pies, entre el jazz, el humo y el flamenco. Fui amigo suyo, como sabe muy bien Caballero Bonald y Enrique Montiel, los dos flamencólogos, el último un gran experto en Camarón de la Isla, de quien escribió la mejor biografía publicada hasta ahora.
En una ocasión, en la Venta de Vargas, en San Fernando, donde Camarón tiene una capilla sagrada, doña María nos preparó a Enrique Montiel, Paco de Lucía, Camarón y a mí mismo unas tortillitas de camarones que nos hicieron saltar los puntos de los calcetines. ¡Escuchar de cerca a aquellos genios, uno tocando la guitarra y otro cantando! ¡Que gran privilegio!
Cada vez que bajo a San Fernando, casi siempre invitado por Caballero Bonald o Enrique Montiel (lean ustedes “Mal de piedra” y verán lo que es un novelista de culto), voy con el mismo Montiel a la Venta de Vargas. Ya nada es lo mismo, ya murieron Camarón de la Isla y doña María, una mujer que fue siempre para él como una madre. Ya estamos mayores todos, aunque unos más que otros, pero las tortillitas de camarones de doña María siguen iguales. Una auténtica maravilla. Siempre sueña allí una guitarra flamenca. Recuerdo lo que decía Sabicas desde Nueva York: que a Paco de Lucía no le hacía falta el jazz y que, desde luego, reconocía en él a su mejor alumno. Ya lo creo. Juerga, vida y guitarra. Hubo, eso sí, demasiado humo, mucho cigarro innecesario. “Gabriela, llévame al hospital, que tengo mucho frío en la garganta”: eso fue lo último que mi amigo Paco de Lucía dijo en su vida. El cabrón infarto se lo llevó a la eternidad del otro lado porque él gozó, con talento, esfuerzo y mucho trabajo, de la eternidad artística también en este mundo. “Gabriela, llévame al hospital, que tengo mucho frío en la garganta”. Parece un “quejío” genial, una manera de despedirse a la flamenca y Juan Rulfo (porque parece el principio de un cuento del mexicano. Hoy, volando hacia Lima, escribo de Paco de Lucía, un amigo hondo, y siento mucho su ausencia, su guitarra, su juerga y su manera de reía y entender la vida.
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Cursó sus estudios primarios y secundarios con los jesuitas, en su ciudad natal y se licenció en Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid en 1968. Entre 1974 y 1978 viaja y cambia repetidamente de residencia y desde 1978 se asienta en Madrid. Ejerce múltiples y variadas actividades, literarias y periodísticas, como colaborador en medios de prensa y televisión españoles. Entre 1974 y 1978 publica sus primeras novelas "El camaleón sobre la alfombra" - Premio Benito Pérez Galdos 1975, "Estado de coma" y "Calima" donde se descubre su primer universo literario. Luego con "Las naves quemadas" y "El árbol del bien y del mal" creó el imaginario de Salbago. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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