Todo el mundo ha sabido de la muerte de Whitney Houston. Hemos estado informados de sospechas, indicios y circunstancias de su muerte desde el primer momento. Y las necrológicas no han dejado de llorar la ausencia de la diva, una de las voces más extraordinarias del siglo XX. Confieso que la gente de mi edad provecta, yo mismo, estuvimos siempre enamorados no sólo de la voz, sino del estilo la la clase de la cantante inalcanzable. Sus constantes desvaríos con sustancias tóxicas, sus exageraciones, sus noticias de luchas y rupturas sentimentales las seguíamos como si fueran propias de algún amor que tuvimos en algún lugar de nuestra nostalgia y que nunca llegó a ser cierto.
Personalmente no me gustan las necrológicas. Y menos cuando se trata de alabar la figura de alquilen a quien de una u otra manera hemos deseado, querido, amado en la distancia. No digamos ya en la cercanía. Y a Whitney Houston la hemos amado muchos en la distancia de su cuerpo y en la cercanía y complicidad de su voz, que nos acariciaba y acercaba un perfume indefinido, el de su físico negro y perfecto, bellísimo y estético. Dicen las leyendas de los mitos que aquellos a los que los dioses quieren primero los vuelven locos y después se los llevan jóvenes. Whitney Houston no llegaba al medio siglo de edad, desde luego, pero su experiencia, su vida intensa, el descubrimiento del mundo a través de su voz única nos hizo a a veces, y gracias a ella, sentirnos más jóvenes de lo éramos y nunca fuimos. Llorar a una diosa siempre trae consecuencias contradictorias. Jamás, como pueden suponerse, tuve ocasión de cruzar palabra alguna con Whitney Houston, pero ella las cruzo conmigo cada vez que escuché algunas de sus inolvidables baladas, algunas de sus canciones que eran verdaderos poemas, algunos de sus conciertos verdaderamente excelsos. Se fue, entonces, la diosa. Se ocultó entre las aguas de su tina privada, en un lugar del alma que alarga su leyenda. Se fue y nos dejó viudos a todos, y sólo podemos ahora hacerle un homenaje verdadero: seguir escuchando sus canciones, sus poemas, su música fuera de serie. El resto debe ser silencio pCada vez nos quedamos más solos, conforme van cayendo nuestros mitos, nuestros dioses y diosas, conforme va pasando el tiempo y los que aguantamos al pie del cañón soportamos la muerte, la desaparición y la ausencia de aquella gente a la que amamos tanto en nuestra memoria y en el resto de nuestros sentidos.
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Cursó sus estudios primarios y secundarios con los jesuitas, en su ciudad natal y se licenció en Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid en 1968. Entre 1974 y 1978 viaja y cambia repetidamente de residencia y desde 1978 se asienta en Madrid. Ejerce múltiples y variadas actividades, literarias y periodísticas, como colaborador en medios de prensa y televisión españoles. Entre 1974 y 1978 publica sus primeras novelas "El camaleón sobre la alfombra" - Premio Benito Pérez Galdos 1975, "Estado de coma" y "Calima" donde se descubre su primer universo literario. Luego con "Las naves quemadas" y "El árbol del bien y del mal" creó el imaginario de Salbago. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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