Cantar victoria antes de tiempo es malo, pero no ver qué está ocurriendo en América Latina y en algunos lugares de España, que no son Madrid ni Barcelona, podría ser propio de un ciego en literatura o de alguien que anda bastante despistado en estas lides de nuestro negociado. Desde García Márquez y Vargas Llosa, los editores y los críticos literarios, los académicos y las universidades, han buscado, incluso bajo la alfombra que marca los silencios por las sinrazones que sean, el modelo, la repetición, el escritor o la escritora que finalmente dejara ya en el mundo clásico a quienes hicieron el “boom” con sus novelas y relatos. El error fue buscar el modelo, desde mi punto de vista, querer hacer, por parte de los escritores, lo mismo que hicieron Cortázar o Carlos Fuentes. El error fue querer ser el padre, matándolo o copiándolo en las formas y también en los contenidos. Lo que hemos visto ha sido, en muchos casos, un poco vergonzoso: escritores latinoamericanos jugando, novela tras novela, a querer ser Cortázar o García Márquez. Y lo que es peor, algunos pretendían ser Carlos Fuentes desde su juventud, no en los textos de “La región más transparente” o “La muerte de Artemio Cruz”, sino en el coche con chófer esperándolo en la puerta del hotel de cinco estrellas.
Contra pronóstico, con la aguas calmadas, y después de que muchos escritores latinoamericanos trataran de conseguir su “Soldados de Salamina”, hubo bastante silencio y olvido por parte de los editores españoles: ¿se había secado la fuente de la novela latinoamericana? Dijeron que sí, que ya no era lo mismo que en los 70, y que ahora había que parcelar de nuevo la literatura en esa lamentable parcela geográfica que es la nación: el peruano tenía que conformarse con ver sus libros publicados en Perú, el argentino en Buenos Aires, y el mexicano en México. Y el guatemalteco tenía que irse del país, olvidar a Monterroso y hacerse querer de París, donde traducen y editan sus libros. Ahora mismo,algo parece estarse moviendo literariamente en muchas partes de América, y en España, en Zaragoza o en Canarias, pongamos por caso. Y es seguro que no hay exageración en mis afirmaciones. El hecho de que Marcelo Luján pase poco menos que inadvertido para un público lector mayoritario, embobado con enigmas de Da Vinci y tesoros de museos muertos, no quiere decir que no exista “Moravia”, por ejemplo. Lo mismo digo de Héctor Abad o Mario Bellatín. No todo es Piglia ni los textos de Bolaño, excesivamente valorado aunque nadie lo diga (y muchos lo piensen y lo comenten bajo cuerda). Además, ahora mismo hay en América Latina un resurgir de la crónica periodística que marca su más alto nivel en Alberto Salcedo Ramos, ya Premio Ortega y Gasset. Bueno, ¿qué sucede? Que no se secó el arbolito, como imaginaban algunos despistados, y que ahora florece una nueva literatura que pronto si no ya mismo tiene que dar frutos más que eficientes. Los pequeños editores españoles, surgidos a la sombra de los grandes, saben que hay que mirar a ras del suelo para saber si la cosecha va adelante o se paró la vida en la tierra. Esos mismos pequeños editores, sobre todo en España, saben ahora mismo de nombres y obras en marcha que pueden marcar un punto relevante en la literatura de lengua española del siglo XXI. ¿Tan importante como la que tuvimos, al menos en la novela y en la poesía, en los años 60 y 70? Esto no lo sabremos hasta que un buen puñado de escritores salte la frontera de su propia nacionalidad e interese a los editores primero y a los críticos y los lectores después de que ha llegado de nuevo el momento de América Latina y del extrarradio de España, ese que nunca contó para los editores consagratorios. Ahí estamos, contra pronóstico. Basta darse una vuelta por las librerías de Buenos Aires, Lima o Bogotá para saber que hay algo más que un murmullo flotando en la literatura. Puede, en todo caso, que sea el murmullo que precede a la explosión del petróleo cuando sale del fondo de la tierra. O, puede ser, una falsa alarma, y cuanto estoy diciendo es producto de mi pensamiento desiderativo, que tiene mucho que ver con mi sentido del espejismo. De todos modos, no esperen. A quienes les interese la buena y la alta literatura como lectores, abandonen la manía de leer a Dan Brown y a Paulo Coelho. Ahí por ahí, sueltos y a la espera de que los lean, muchos escritores a los que, como Alonso Cueto, no les interesa vender, aunque eso tenga en sí ciertos alicientes, sino escribir bien y ser bien leído.
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Cursó sus estudios primarios y secundarios con los jesuitas, en su ciudad natal y se licenció en Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid en 1968. Entre 1974 y 1978 viaja y cambia repetidamente de residencia y desde 1978 se asienta en Madrid. Ejerce múltiples y variadas actividades, literarias y periodísticas, como colaborador en medios de prensa y televisión españoles. Entre 1974 y 1978 publica sus primeras novelas "El camaleón sobre la alfombra" - Premio Benito Pérez Galdos 1975, "Estado de coma" y "Calima" donde se descubre su primer universo literario. Luego con "Las naves quemadas" y "El árbol del bien y del mal" creó el imaginario de Salbago. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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