El poeta y editor Carlos Barral odiaba el fútbol. A ese deporte pasional lo llamaba “la dichosa pelotita”. Estaba harto de oír a los parroquianos hablar de fútbol, “la dichosa pelotita”, en cualquier lugar al que entraba a tomarse un trago en Barcelona o Madrid, o en cualquier otra ciudad de España. En cambio, a Jorge Semprún, que en un gobierno de Felipe González llegó a ser ministro de Cultura, le encantaba el deporte de “la dichosa pelotita”. Me contó que, cuando ingresó al servicio del Partido Comunista Español clandestinamente en España en pleno franquismo duro y bajo el seudónimo de Federico Sánchez, no sabía nada de fútbol. Entonces se dio cuenta de que todo el mundo hablaba durante toda la semana de la cosa de “la dichosa pelotita”, tanto en Madrid como en Barcelona. “No podía ir ni a desayunar a un bar porque no sabía nada de fútbol”, me confesó un día en la isla de Lanzarote, “y tuve que aprenderlo todo. Termino gustándome mucho”. Semprún fue el primero que me habló de un tal Platini. Pónganse en una fechas de diciembre de 1977, allá lejos, y de esa época estamos hablando.
Voy a confesarles, aunque tal vez ya lo sepan, que mi gran pasión frustrada fue el fútbol. Quise ser profesional de fútbol, y jugar en el Real Madrid durante el resto de mi vida. Porque yo soy socio y seguidor del Real Madrid desde mucho antes de hacer la primera comunión. Soy del Real Madrid (por elección pasional), de la U.D. Las Palmas (el equipo de mi tierra que fue grande hace cincuenta años) y de todo aquel equipo que le gane al Barcelona. En mi juventud llegué a jugar en el Real Madrid “amateur”, cuya mayor virtud y regalo de los dioses era que jugaba todos los jueves contra el Real Madrid profesional en el Estadio Bernabéu. Todavía sueño de vez en cuando con aquellos partidos, y ahora recuerdo que les conté en otro artículo que me caí de mi cama, hace poco, rematando mal un balón que me vino a la pierna mala (la derecha: yo soy zurdo). “¡Le dichosa pelotita!”, diría Barral, el poeta que me enseñó en plena juventud a beber vodka por botellas diarias. Nos veíamos al caer la tarde en el “Tucumán” de la calle Balmes, en Barcelona, en un antro de bebedores ya desaparecido. Ahí iniciábamos nuestro día de vodka y las tenidas sobre literatura clásica y contemporánea. Y ahí me pidió por primera vez que no le hablara jamás de fútbol, “esa locura de la dichosa pelotita”. Lo que ocurría es que tanto Barral como yo estábamos rodeados en aquellos años de Barcelona de forofos del equipo catalán, que iban al estadio de los catalanes todas las semanas, y del Real Madrid, con parecido vicio pasional, y cuando nos encontrábamos saltaba la pataleta y se armaba una griterío feroz que acababa siempre en pelotera y enfrentamientos. “Ya lo digo yo, la dichosa pelotita”, sentenciaba Barral. Ahora ya no voy al Bernabéu a ver al Real Madrid. Durante más de diez temporadas, mientras dirigí la revista institucional corporativa del Real Madrid y algunos años después, iba de invitado al palco presidencial del Bernabéu. Hasta que, un año agrio y malo, el Barcelona nos metió en esa catedral sagrada una goleada de 2-6. Mi vergüenza fue tal que todavía no me he repuesto y no he vuelto al Bernabéu ni una sola vez desde el día del escarnio. Sin embargo, me sigue apasionando el juego de “la dichosa pelotita”, como diría el inolvidable Carlos Barral, y lo veo en casa, por un canal de televisión contratado, en pijama, cómodamente y fumándome dos o tres “señoritas” del Guajiro tinerfeño. A veces, el fútbol, como la vida misma, es deplorable. Pero a veces, como la misma vida, es brillante y optimista. Lo peor del fútbol no está sobre el césped, sino en los directivos de los equipos, que van buscando poder y negocio hasta que desgracian a los futbolistas, gentes casi siempre humildes que llegan al fútbol con un hambre real, de reconocimiento y dinero, y que en la mayoría de las ocasiones no consiguen nada. Claro que, en otras ocasiones, llegan a la cumbre, se hacen ricos como futbolistas y terminan, de mayores, entrenando a algún equipo de postín, de esos que juegan todos los años la Champions. Ahora que estoy en Tokio, en pleno otoño japonés, fantástico y suave, veo por la televisión, en el cuarto de mi hotel, un partido de “la dichosa pelotita”, y me acuerdo de cuando fui joven, feliz e indocumentado. Y me acuerdo de Barral, en el “Tucumán”, mientras nos empujábamos el vodka ruso que más nos gustaba. ¡Qué tiempos más bellos!
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Cursó sus estudios primarios y secundarios con los jesuitas, en su ciudad natal y se licenció en Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid en 1968. Entre 1974 y 1978 viaja y cambia repetidamente de residencia y desde 1978 se asienta en Madrid. Ejerce múltiples y variadas actividades, literarias y periodísticas, como colaborador en medios de prensa y televisión españoles. Entre 1974 y 1978 publica sus primeras novelas "El camaleón sobre la alfombra" - Premio Benito Pérez Galdos 1975, "Estado de coma" y "Calima" donde se descubre su primer universo literario. Luego con "Las naves quemadas" y "El árbol del bien y del mal" creó el imaginario de Salbago. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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