Es un personaje de hoy que ha ido creciendo conforme avanzaba mi novela “Las noches del Oliver”. Es profesor universitario, político y, claro, escritor. Obtuvo la cátedra en su universidad con los trucos consabidos de los padrinos que la ganaron igual y que ya conocían el paño. Como político, es un canallita frustado que saltó del comunismo internacionalista, donde naufragó su vanidad y su hipotética carrera, al nacionalismo de vía estrecha. Como escritor perpetró un par de novelas, patéticas en forma y fondo, y algunos ensayitos grotescos que no hicieron mejor historia. Desde el colegio se le notaban las formas y los modos, y sus compañeros lo llamaban “El bufo amarillo” por el color de su piel, cetrina tirando a mauritana. En su universidad de provincias era conocido como Florindo Aledo y arrastraba un problema social que a nadie le importaba salvo a él: sospechaba, si no sabía, que su padre no era su padre. Florindo Aledo no era su verdadero nombre, sino que se lo habían cambiado popularmente: Florindo por lo extremadamente vanidoso (se bañaba todos los días con agua de colonia Old Spice, y apestaba a ese perfume); lo de Aledo tenía que ver con su problema paterno. En esa misma universidad, era conocido entre sus alumnas por el “Viejo verde”, porque a veces exigía, con buenas o malas palabras, ciertos favores prohibidos en estas lides para aprobar a las chicas. En Estados Unidos, decía un compañero de universidad, ya estaría con muchos años de cárcel. El tipo venía con frecuencia por Madrid y recalaba en El Oliver para dejarse ver con los grandes escritores o con escritores que él creía que eran grandes. Así, y solo así, se sentía uno de ellos, aunque supiera que no tenía más frecuencia y cilindrada que la mediocridad. En realidad, Florindo Aledo era nada más y nada menos que un personaje de hoy, en toda la línea: el epítome de la mediocridad impune.
A lo largo de las primeras redacciones de “Las noches de El Oliver” surgieron muchos personajes, que entraban y salían de la pasarela y los focos en unos pocos minutos, pero tanto “Pretty Woman” como Florindo Aledo fueron creciendo poco a poco y divirtiéndome conforme avanzaba en la novela que aún está sin terminar. “Pretty Woman”, un gay todavía en el armario, era escritor y enemigo público de Florindo Aledo. Era, además, un gay con suerte que, a la muerte de Franco, se arrimó a los socialistas más por pobre que por socialista. Ahí hizo gran carrera profesional y literaria, pero cuando se encontraba con Florindo Aledo en las noches largas e interminables del Oliver acababan siempre peleándose. Era un espectáculo gratuito que cultivaban los contertulios y frecuentes noctívagos del local porque les parecía divertido ver cómo se peleaban dos escritores mediocres. Como dijo Borges de la guerra de las Malvinas: fue la pelea de dos calvos por un peine.
En la actualidad, Florindo Aledo, luego de intentarlo todo, sigue viviendo en su provincia, sometido a su propia mediocridad, descontento de su destino y echando pestes de la realidad que le ha tocado vivir. Es, además, uno de los miles de mediocres que sueñan llegar algún día a presidentes de su comunidad autónoma cuando esta se libere por fin del yugo esclavista de España. Conforme los años le han ido apagando en ilusiones y ambiciones, Aledo se ha ido encontrando con su propio espejo: es el mismo “Bufo amarillo” de su infancia, de su colegio; el mismo miserable del que tanta gente, incluso él mismo, han querido huir en tantos lugares. No está solo. Eso no, porque mediocres los hay por doquier. Ya lo decía Einstein:el número de imbéciles en la Humanidad es infinito. Pero ahora ha desarrollado unas técnicas de la mezquindad que son clavadas a las que Manolo Millares, el Goya del siglo XX español, dejó escritas para que pudiéramos huir de ellas en cuanto aparecieran cerca de nosotros. El otro día vi al tal Aledo por una calle de Madrid. En su espalda hay una creciente giba donde, como en una mochila, esconde todas las traiciones que ha cometido en su vida. Cuando lo vi desde lejos en Madrid, recordé que era un personaje de hoy en mi novela “Las noches del Oliver” y, al mismo tiempo, me vino a la memoria aquella carta de Naipaul a su hermana: “No volveré nunca a Trinidad porque los sitios pequeños hacen a la gente mezquina”. Y mediocres, añado yo. Como este Florindo Aledo que tanto juego me da en sus peleas “de calvos” con “Pretty Woman”. Y en su mediocridad de hoy, esa impunidad que campa por tantos lugares de España como si fuera la reina de los siete mares del mundo.
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Cursó sus estudios primarios y secundarios con los jesuitas, en su ciudad natal y se licenció en Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid en 1968. Entre 1974 y 1978 viaja y cambia repetidamente de residencia y desde 1978 se asienta en Madrid. Ejerce múltiples y variadas actividades, literarias y periodísticas, como colaborador en medios de prensa y televisión españoles. Entre 1974 y 1978 publica sus primeras novelas "El camaleón sobre la alfombra" - Premio Benito Pérez Galdos 1975, "Estado de coma" y "Calima" donde se descubre su primer universo literario. Luego con "Las naves quemadas" y "El árbol del bien y del mal" creó el imaginario de Salbago. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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