De vez en cuando, la voz de la tribu, desde el fondo de los tiempos, nos llama. Es una voz primaria, insaciable, totalitaria, absolutista: nos exige la sumisión, el sometimiento a la tribu y a sus jefecillos, a sus chamanes y jerarcas; nos exige que dejemos de pensar en la libertad, porque la libertad verdadera es la tribu y quienes la comandan; nos exige un regreso al pasado, al que no fuimos fieles. La tribu nos envía de cuando en vez señales de nuestro desvío librepensador: nos quiere sumisos, cantando las glorias que los tribunos de la tribu se empeñan en inventar época tras época. La tribu, la patria, la nación: la misma vaina horrible con distinto collar.
Esta mañana estuve en la Casa de América, en la presentación a la prensa de “El héroe discreto”, la nueva novela de Vargas Llosa. Otra vez, una vez más, con su lucidez libre y contracorriente, lo escuché citar a Popper, otra mente lúcida condenada por los cabecillas de las tribus del mundo. Otra vez escuché de labios de Vargas Llosa una verdad que sorprendentemente todavía se discute, como se discute (¡Dios mío!) de religión: que el nacionalismo es una máscara de la antigua tribu. Una verdad de Popper, que derrumbó tabúes con su pensamiento libre de todo polvo y paja. Por eso lo condenaron desde la mitad del siglo pasado las distintas corrientes tribales que entonces, como ahora, nos controlan el tiempo, la libertad y la vida: por sabio, por lúcido, por ver el pasado en el futuro y estar frente al futuro en el pasado.
Jamás volveré a la tribu. Me gusta ser traidor a mi tribu, si alguna vez la tuve. Me encanta ser extranjero en cualquier parte, que es como sentirme igual en todo el mundo. Me vuelve loco ser un africanoeuropeolatinoamericano, algo que parece un galimatías y que me da la línea exacta de mis múltiples mestizajes. ¿Cómo voy a creer en las naciones, si para eso tengo que creer antes en sus jefes históricos, en sus chamanes, los mismos que por capricho o por vanidad enfermiza han llevado al mundo a un baño constante de sangre? La violencia, esa partera de la Historia, no es la vía para la libertad. Entre un simple gesto de Rosa Park y la vida entera del famoso icono occidental llamado Che Guevara, un asmático asesino y loco, yo escojo a Rosa Park. Ella sólo hizo que el mundo diera un giro inmenso y que los derechos humanos comenzaran a mirarse en ese otro falso paraíso, los Estados Unidos de América, como una razón para vivir.
Tengo para mí que el nacionalismo es la enfermedad senil de la Humanidad; un rasgo primario de millones de estúpidos (no es verdad mía, sino de Einstein) que no hace mucho se movían en la selva y en dos patas y hoy se creen los dueños del Universo. La libertad no es lo que nos dicen los jefes de la tribu, siempre buscando enemigos de otras tribus para hacerse fuertes en su embuste colosal. La libertad son los derechos humanos y el primero de los derechos humanos es el derecho a ser libre en cualquier parte del mundo sin someterme nunca a las leyes de las tribus cuya voz, cuyo eco, cuyo grito sigue gritando libertad en el más puro estilo del mentiroso.
Cuando observo las manifestaciones de cualquier nacionalismo exigiendo su “libertad” (¡en medio de la Europa del siglo XXI!), me digo siempre lo mismo que Popper y Vargas Llosa: el regreso a la tribu es un regreso al pasado, a la ruina, a lo más primitivo que el ser humano tiene en su alma. Vaya, pues, en este día, mi declaración por delante, una vez. Me declaro internacionalista irredento, sin ningún condicionante; me declaro ciudadano del mundo; rechazo la voz de mi tribu, por muy antigua y heroica que sea o me la presenten. No creo en los paraísos terrenales, ni en los que pretenden hacer el mundo más pequeño después de tantas guerras provocadas por la religión y los nacionalismos. Estoy de acuerdo con Vargas Llosa (al menos, en esto). Y con Popper. Estoy de acuerdo con el texto de la carta que V.S. Naipaul escribió a su hermana desde Londres cuando ella, el llamado de la tribu, le pedía que volviera a Trinidad a ayudar a su familia, luego que su familia lo hubiera llevado a él a ser una de las primeras figuras de una de las primeras universidades inglesas: “Nunca voy a volver a Trinidad porque los lugares pequeños hacen a la gente mezquina”. Eso es: los nacionalismos son así, lugares pequeños como las tribus, donde la gente, por sumisión y gusto por lo pequeño (y siempre propio) se vuelve genéticamente mezquina.
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Cursó sus estudios primarios y secundarios con los jesuitas, en su ciudad natal y se licenció en Filología Clásica en la Universidad Complutense de Madrid en 1968. Entre 1974 y 1978 viaja y cambia repetidamente de residencia y desde 1978 se asienta en Madrid. Ejerce múltiples y variadas actividades, literarias y periodísticas, como colaborador en medios de prensa y televisión españoles. Entre 1974 y 1978 publica sus primeras novelas "El camaleón sobre la alfombra" - Premio Benito Pérez Galdos 1975, "Estado de coma" y "Calima" donde se descubre su primer universo literario. Luego con "Las naves quemadas" y "El árbol del bien y del mal" creó el imaginario de Salbago. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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